Dicen algunos entendidos que el fútbol es para hombres, deporte en el que cuerpo a cuerpo está permitida la disputa por el balón, pero que a su vez castiga el juego brusco y el exceso de violencia en la lucha por el esférico y tampoco se necesita medir a fuerza de golpes la hombría de una personas.
De poco y nada sirve que exijamos tener espectáculo en nuestras canchas cuando son los mismos jugadores los que profanan el sagrado deporte con sus luchas, insultos y golpes adentro del rectángulo de juego. Podemos hacer mil y un análisis sobre lo que nuestro fútbol necesita, sobre si son mejores estadios con infraestructura moderna, sobre si las canchas sintéticas abonarán a que nuestro fútbol avance y sea un referente en la región, sobre si la formación de jugadores es la clave para un adecuado proceso formativo. Es pura falacia sentarnos detrás de una pantalla a escribir sobre este deporte que tantas pasiones despierta, cuando los encargados de brindar un buen espectáculo son los mismos que se encargan de ensuciar la pelota.
Esta vez no fueron los aficionados, aunque si, digamos que hubo algún desubicado que sintió como en su carne la agresión a su jugador de equipo y decidió abandonar los graderíos y encarnarse en la lucha en el fango del Mágico González. Digamos que esta vez si, la poca afición presente, en términos generales, entendió que con violencia no es el camino que se debe seguir. Esta vez, los golpes han sido en la cancha, cual ring de boxeo, cual pleito callejero. Vergüenza.
Yeison Murillo de Alianza, y Jonathan Jiménez de la UES, se enfrascaron en una lucha sin cuartel en el que cada uno se llevó más de un duro golpe, pero a nivel de espectáculo mostraron la peor cara que un futbolista mal llamado “profesional” debería lucir en un terreno de juego. Esto pasa cuando la violencia se traslada de las gradas a la cancha o a la inversa, como ya también ha sucedido. Así estamos.